lunes, 10 de septiembre de 2018

¿Quién me lo niegue?


¿QUIÉN ME LO NIEGUE?

… a mi silbido llegó  ipso facto, acelerada y embadurnada con la arena roja que circundaba por doquier levantada como nube de polvo que saluda al héroe a su paso. Venía trémula, alzada sobre el suelo arenoso de este planeta rojo al que había llegado como explorador de la segunda misión de avanzadilla antes de la instalación de la gran estación científica pretendida para colonización del planeta Marte.
Algo sabía por los libros de historia sobre los ciclos de ese siglo de la “edad moderna”, de dos ruedas perpendiculares al suelo por el que se rodaba, y siempre pegado a éste excepto en pequeñas acrobacias que desafiaban por segundos la desfasada ley de la gravedad. Pero mi bihélice, así es como se llama actualmente el helio transporte impulsado por dos turbo hélices lubricadas por helio, recordando a las obsoletas ruedas de esos antiguos ciclos, pero en este caso paralelas a la superficie, y totalmente independientes de la gravedad contra la que están desafiantes en cuanto se impulsa mediante la entelequia unipersonal desprendida telemáticamente con el pensamiento del piloto que la maneja.
Estos artilugios eran los más adecuados en misiones de este tipo, donde no se conocía la existencia de otro tipo de energía, por tanto una vez llegados a suelo de Marte, era imprescindible el uso del medio de locomoción más ventajoso, respecto ahorro de energías consumibles, y con sus velocidades vertiginosas de más de 180 millas por hora, pudiendo maniobrar a la esquiva en milésimas de segundo y portando un equipo de hasta doscientas libras de peso más el piloto, que además era el portador de la energía que hacía funcionar la máquina. 

Mantenían un vínculo con el piloto, estaban programadas para formar entre ambos una sola máquina, hombre y bihélice. Así como cuando el padre de mi bisabuelo con su bicicleta de mitad del siglo veinte y la propaganda en su camiseta de “BH” (recuerdo de fotografías que han llegado hasta mí), coronaba puertos de montañas pedaleando según me contaba mi abuelo, con estrechas y repelentes carreteras, sudando con el esfuerzo de un trabajo entre máquina y hombre. Formando también entonces un equipo máquina-hombre, pero a través del esfuerzo físico, en desventaja a los aparatos que manejo, que todo el esfuerzo es psíquico y mental, es la fuerza de mi pensamiento el que hace que coronemos esas montañas, y sin la falta de esas carreteras, puesto que cabalgamos alzados de la superficie, flotando en el fluido invisible que envuelve las capas sólidas.

Esas antiguallas de carreras que entonces se conocían como “vueltas”, “tours” y “giros”, hoy en día serían un chiste para nosotros, ahora una buena etapa se jugaría en todo caso al filo de lo imposible de aquellos entonces, ¡ay, si mi bisabuelo levantara la cabeza!.
Cada época tiene una historia y cada historia una época por ello se vive el recuerdo en conexión tecnológica, midiendo cada esfuerzo en representación de su ilusión.
Figurtrist 2018.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Caballo de hierro.


Caballo de hierro.

Reflexionando sobre el tiempo vivido comprendo que parte de mi ser tan solo es recuerdo, pasado, algo ya desvanecido que cabe en un pensar.
Años vividos son evocados en unos segundos como recuerdo de lo disfrutado.
Uno de esos recuerdos inolvidables que han marcado unos segundos de cada pensamiento melancólico del pasado, es el momento en que una vecina de casa de mis abuelos maternos, donde pasaba gran parte de mi infancia insistió en hacerme conservar el equilibrio sobre la bicicleta, entonces para mí gigante, pero era una G.A.C. tamaño niño de mi hermano mayor. En aquel momento yo tenía 5 ó 6 años, y para mí esa pequeña bicicleta por aquel entonces era una tremenda máquina difícil de controlar y de mantener el equilibrio sobre ella.
Parecía un imposible, pero gracias a la insistencia de Fina (esa vecina de mis abuelos que me aventajaba unos pocos años, cuatro o cinco tal vez), fueron sucediéndose las caídas y faltas de confianza superadas, puesto que insistía una y otra vez en que me sujetaba de la parte trasera, y en cuanto me descuidaba, ya me había soltado y mantenía el equilibrio hasta que me veía sin su ayuda, entonces de inmediato zozobraba como un velero incontrolado, dando con mi cuerpo en tierra.
Hasta que llegó el momento en que el control sobre esa máquina parecía convertirnos en un solo cuerpo: bicicleta y yo, como un gran animal galopando al viento. En pocos días ya estaba haciendo la “cabra loca”, dando saltos por doquier, empinando la rueda delantera como un caballo bravío, soltando manos del manillar manteniendo equilibrio y dirección con el cuerpo, y un sinfín de travesuras más
Al poco tiempo cayó en mis manos una B.H. ésta ya de adulto, con la que hice virguerías, junto con los amigos hacíamos recorridos con saltos incluidos, luego llegaron los paseos para ir descubriendo las proximidades más remotas de nuestro derredor, tras éstos, llegaron otros recorridos más extensos, descubriendo parte de localidades anexas y así, más y más largos recorridos cada vez.
Recuerdo en la pre adolescencia cuando comencé a personalizar la B.H., quizás los jóvenes de ahora dirían “tunear”, pero en realidad lo único que hacía era despojarla de adornos inanes, más que añadirle suplementos decorativos, pues primero la despojé del portaequipajes, a continuación de los guardabarros, terminando incluso despojándola de los frenos. Se convirtió en toda una máquina “todoterreno”, un proyecto de “mountan bike” que diría yo.
Con ella, mi B.H., pasé buenos momentos que siempre quedarán en cualquier rincón del pensar, momentos que caben en un pensamiento etéreo, llenos de felicidad. Recuerdo que solo le hubiera pedido que hiciera como “Jolly Jumper” el caballo de Lucky Luke, o “Silver” el caballo del Llanero Solitario, venir a mi silbido o llamada, para montarla al salto y galopar sin descanso. De todas formas casi que como los recuerdos no son historia, y por ello los recuerdos son similitudes verosímiles no precisamente estrictos tramos de la historia, en mi recuerdo a veces he montado al salto de mi silbido a mi querida B.H., que en cierta manera era verdad puesto que lo hacía con ella en marcha a toda carrera, me desmontaba soltándola unos segundos corriendo junto a ella, y volviendo a montar al salto, increíble pensar en hacerlo ahora.
Ella me quiso, por más canalladas que le acometía, siempre venía al silbido…
Incluso cuando después de despojada de todos sus elementos no necesarios para su función, la pinté de un color grisáceo con una brocha. Era preciosa, yo estaba enamorado de mi bicicleta B.H. Ella y yo éramos uno, un solo ser, un ser cabalgando al viento por la huerta de Murcia, por pedanías junto al río Segura, junto otros seres de semejantes características que a veces llevábamos nuestras meriendas para hacer una parada en cualquier linde de huerto, o junto la Contraparada, allí donde si no es un sueño, he bebido agua de un hilillo que brotaba llamada “La Fuente del Piojo” junto el río pasada la fábrica de la pólvora del Javalí Viejo.
Con el mismo método intenté enseñar a mis dos retoños, cosa que fácilmente conseguí con ese método que usó conmigo Fina, esa vecina de la infancia, pero ellos dos tendrán sus propias historias con sus cabalgaduras, que serán verosímiles con el paso del tiempo, en vez de reales como la historia misma. Aunque ellos tras aprender, han decidido cabalgar sobre caballos pero de verdad dejando aparcadas las bicicletas, empero para mí fue mi “caballo de hierro” mi B.H., juntos surcando caminos, sendas, carreteras, veredas, con los mosquitos en los ojos.

 Figurtrist (2018).