De vuelta a casa, esperando el verde de un semáforo en un
paso de peatones como otro cualquiera, he alzado la vista sobre el lado
contrario. Varias personas esperaban a la par que yo, el cambio del rojo al
verde para seguir nuestro deambular, pero mi mirada se ha cruzado con unos ojos
en concreto.
He observado que ellos también se fijaban en mí,
ruborizado, aturdido, no lo podía creer: “soy
especial para ese individuo, ¿qué habrá visto en mí?” (he pensado, y me he
preguntado).
Inmediatamente mi
mente se ha invadido de pensamientos, preguntas, e incógnitas. ¿Por qué se ha
fijado en mí? ¿Qué habrá visto en mi presencia?
Pero claro quizás él haya tenido la misma experiencia,
siendo las reacciones mutuas, tal vez él solo ha respondido a mi mirada, le ha
extrañado que me fije en su presencia, o intentaba descubrir alguna intención
en mi persona.
Lo que me ha dejado extenuado y desorientado ha sido la
certeza de que algo había entre ese ser y yo, algo o alguna cosa en común,
puesto que tras la luz verde, y al iniciar nuestros pasos en dirección a
cruzarnos, he sentido su deseo de roce, ha detenido por unas milésimas de
segundo su marcha, haciendo amago de la iniciativa de saludar, al mismo tiempo
que yo no he podido evitar el deseo de rozar su cabeza, acariciando sus orejas.
Ha sido un saludo rápido, fugaz y furtivo. Ambos hemos
rozado el clímax de un pequeño roce a escondidas, sobre todo de su portador,
que no ha tenido tiempo de estirar de la cadena que les unía. Él, ese ser que me ha mirado tan intensamente
desde la otra acera, era un labrador, un cánido, pero con una mirada tan
profunda y bonita, que se hubiera podido confundir perfectamente con la
cualquier persona de buenas intenciones.